AUTORRETRATO

A menudo me gusta ignorar el tiempo. Los números en sí me vuelven loca. Siento que soy perseguida por ellos. Hay uno en especial, que adquirí a los trece años: Trece: uno y tres que para siempre me persiguen.
El tiempo nunca ha sido mi aliado. Mis padres no me definen. Supongo que lo único en lo que realmente he ganado es en ser la célula más rápida. Muy pronto dejé de saber lo que era una familia. Desde entonces, mi vida se ha basado en cómo repartir mi tiempo y el costo monetario que esto implica. Ser hija de padres divorciados y diecinueve años de tiempo a la basura han formado en mi rostro un par de agujeros oscuros.
Primero nació mi sonrisa y cinco minutos después aparecí. No sé si fui un accidente, como cuando es un día lluvioso y por casualidad te golpea la gota más grande de todo el mundo. Comencé a sentir que no se podía estar realmente viva sin habitar un escenario entero. Crear, hacer carne, hueso, hacer voz cada palabra, cada línea en el corazón de alguien: estar viva. Lo descubrí a los ocho años y me quedé ahí, habitando un lugar fuera de tiempo y espacio que me deja olvidar los minutos que vienen tras de mí. A los trece le grité al mundo que soy homosexual. A los trece le grité al mundo que soy mujer. A los trece comencé a ser vulgar sin que me importe una mierda. Y a los catorce descubrí que mi piel es transparente. Soy incapaz de ocultar mis estados de ánimo, pero mis sentimientos están sepultados más abajo de mis grandes temores.
No le tengo miedo a la muerte. Todos los días lo descubro.
Siempre despierto con la misma pregunta como una gran puerta en el pecho.
Qué debo ser ahora, el día de hoy, este minuto: qué rostro me hace falta.

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